31 enero 2008

Mis molestias (Fragmento)




Nuevamente el maldito dolor que está quemando mi garganta. Tampoco resisto el estómago; soy un desastre.

Hace cosa de dos años fui presentado a la escuela. Era entonces el flamante profesor de quinto grado. Como a casi todos los maestros, esta vez me ha tocado repetir con mi grupo en el sexto año. A pesar de que me entrego por completo a mi trabajo con los niños (casi jóvenes) creo que no soy el mismo de antaño: mi voz ha perdido el tono de entonces. Todas las tardes, al llegar a casa tengo que hacer la rutina indicada por el médico: gárgaras con carbonato para abrir la garganta; descanso para que estas condenadas úlceras que han aparecido contengan el dolor y pueda comenzar de nuevo al otro día.

A veces he llegado a pensar que soy ese tipo de sujeto que todo le va mal en la vida. Me asignaron la escuela de turno matutino que está lejos de mi casa; no siento apoyo de nadie; tengo el grupo más complicado y por si fuera poco ahora soy el responsable de hacer de mis alumnos, los mejores candidatos para el nivel que sigue. No sé, siento que algo anda mal; que ya no tengo la fuerza para seguir, a pesar de que no soy un viejo.

Sin embargo, han sido muchos años: ya no puedo saltar como antes; correr con mis alumnos o integrarme a la cascarita de fútbol con ellos. Me gustaría estar en otro lado que no fuera como maestro de niños.

Bueno, basta de quejas. Hay que levantarse para ir a la escuela. Hoy tenemos junta de Consejo Técnico. Ojalá que en esta ocasión no se repita la escena desagradable de las otras. La verdad que no sé por qué tanta queja. Tal vez me estoy volviendo un viejo gruñón que ya no encuentra un lugar agradable en este mundo.

Como todas las mañanas, me encuentro solo. Mi esposa apenas me avisa cuando sale de la casa para ir a su propio trabajo. Ella es la que se encarga de llevara a nuestro hijo a la guardería. ¡lo que tiene uno que ver en estos tiempos! La verdad que yo no sé qué tipo de familia somos si únicamente nos vemos los fines de semana y a veces sólo para pelear.

Son las siete de la mañana; apenas tengo tiempo para llegar a la escuela. Esta maldita rutina que ya me tiene harto. El microbús, los empellones de los pasajeros. Eso cuando bien me va. Cuando no, he tenido que ir colgado de la puerta a riesgo de que en una de esas caiga al pavimento y se acabó todo.

Siempre salgo de casa con ese temor. Recuerdo cuando aún era muy joven y me colgué de uno de esas láminas de la muerte que en este país llamamos “chimecos” o “guajoloteros”. Camiones grandes que fueron hechos para transitar por caminos difíciles. Bueno la colonia donde viví lo ameritaba. La llamada zona conurbada a la ciudad creció sin mayor planificación. Ahí pasé gran parte de mi niñez y juventud.

La cosa es que en aquella ocasión el chimeco iba –como decimos los mexicanos- a reventar. Tenía que abordarlo porque para esos momentos el transporte sólo pasaba por horarios. Si no me subía iba a llegar tarde. Sabedores de la necesidad de los pasajeros, quienes conducían esas láminas de la muerte, subían a todo cuanto encontraban a su paso. Literalmente llevaban a la gente encima, dentro, colgados en las puertas y a veces en las ventanillas. Fue lamentable para muchos de nosotros haber nacido en esos lugares.

Ante tales circunstancias, encontré un lugar en la puerta trasera. Pero delante de mí, se había colocado una persona a la cual tenía que llevar abrazada con tal de alcanzar un tubo desde el cual yo me sostenía. Esta persona, que no era nada delgada ni agradable, de seguro estaba lo suficientemente cómoda. Yo por mi parte, comencé a cansarme en esa posición. La gente no se recorría hacia el interior del camión y muy por el contrario, seguían colgándose en cualquier lugarcito que encontraban. Comencé a sudar por el esfuerzo y mis manos poco a poco se estaban deslizando de aquel tubo del cual me sostuve durante algún tiempo. Sentí que eso era el último esfuerzo y que iba a caer. Seguramente la cara que estaba poniendo alertó a los pasajeros que estaban dentro y uno de ellos se dio cuenta que mi esfuerzo había llegado a su límite.

¡Jala al muchacho! – dijo uno de ellos. Sentí que dos manos tomaron de manera violenta mi chamarra. Fue cuando de plano me solté del tubo que me sostenía. Cerré los ojos y me quedé mudo.

No supe cuanto tiempo pasó, pero sólo fueron segundos. A mí me parecieron horas. El gordo que estaba frente a mí, finalmente se recorrió ante la insistencia de los dos que me ayudaron y pude colocarme en una posición más segura. Estaba exhausto y los que me ayudaron, un poco enojados y con gran susto, me dijeron: ¡cabrón chamaco, por poco te la partes, no te andes colgando así!

Asumí su regaño como si hubiese sido una bendición. Aquella ocasión puse cara de tonto y nunca más lo volví a hacer. Sin embargo, hay que decir que no tenía las obligaciones que ahora tengo. La escena –aunque de otro modo-, he tenido que repetirla ahora en los microbuses. Si llego tarde a la escuela, tengo que arreglármelas con la gente que me encuentro en el camino. Para ellos la hora de llegada son las ocho y no las ocho y diez. Ahora los padres de los niños, exigen del mismo modo que la escuela le exige a sus hijos. Creo que en cierto modo tienen razón. Las reglas de la escuela se han extendido a los maestros también y a veces me he quedado pensando sobre el sentido de todo esto. Ahora la normas nos controlan y disciplinan a todos por igual.

Las ocho de la mañana, ¡justo a tiempo!

Rosita, buenos días.

Buenos días maestro, me contestó con ese gesto amable que caracterizaba a la secretaria de la escuela. Era linda de verdad. Una mujer como de veinticinco años, soltera que, con sólo verla caminar valía la pena el día. Su cabello rubio hacía el perfecto juego con la piel blanca y lisa de su cara. Tenía una sonrisa de color carmín que desarmaba fácilmente cualquier cara enojada que se encontrara a su paso, sobre todo si era masculina.

Rosita era una de esas personas que hoy es raro encontrar. Bonita y amable; segura de sí misma y con una voz tan potente, que varias ocasiones me pregunté por qué ella no estaba en grupo. Era el prototipo de persona que debe dedicarse a la docencia, pero de algún modo la vida se había encargado de colocarla en ese sitio que a mí, francamente me parecía un desperdicio de sus capacidades. Siempre tenía un detalle para los maestros; los niños de la escuela le hacían rueda cada vez que podían y por supuesto era una de los objetos de la envidia permanente de las compañeras maestras de la escuela. En fin, esa era Rosita.

Como todas las mañanas, comencé por revisar el plan del día. Tocaba el turno al tema de razones y proporciones en matemáticas. Aunque valía de muy poco para mis compañeros tener una programación de actividades, yo siempre procuraba apegarme al diseño que a principio de año nos solicitaban a todos. No me parecía correcto ocupar mi tiempo en estar pensando los problemas, las estrategias, acciones, operaciones y tiempos de realización de cada cosa, como para que al final, hacer todo en forma desordenada.

Esto que conocimos como el plan anual de trabajo, se ha convertido literalmente en un rompecabezas para muchos de mis compañeros; bueno compañeras ya que en la escuela de turno matutino en donde me encontraba trabajando, yo era el único varón de la plantilla de profesores. Tal vez mi obsesión por el rigor, me había convertido en un animal raro entre mis compañeras. Hasta donde supe, yo era el único que trataba de seguir a pie juntillas lo que había programado. La escuela y todo lo que sucedía en su interior no se distinguía por el orden y sistematicidad de sus planes. Siempre algo echaba a perder lo que se había dicho antes. Era como una perversión: se exigía el plan, pero nadie lo seguía. Parecía como si la escuela fuera por un lado y la realidad por otro. No sé si el único que sentía un profundo malestar por estas situaciones era solamente yo, pero así era. Todas estas cosas había que padecerlas solo. Creo que ahí comencé a cansarme de la situación.

Aquella ocasión en que las razones y proporciones se convirtieron en objeto de la clase, también fue un parteaguas en mi vida. Nunca como entonces tuve la necesidad de problematizarme sobre la importancia de lo que estaba haciendo. Me sentí tan mal que estuve tentado a aventar todo al aire y salir de la escuela corriendo sin dar explicación alguna a nadie. Yo que me esforzaba por hacerme entender sobre los temas que al menos a mí me parecían realmente importantes, ahora no encontraba la razón de seguir ahí. Me di cuenta de pronto que la atención de mis alumnos se había situado en otro lado; que las matemáticas habían pasado a un lugar secundario en sus intereses y eso me dejó sumamente preocupado o yo no sé si molesto. Nunca como esta vez me vi en la necesidad de hablar con alguien sobre esto que estaba percibiendo como un problema. Pero al final, estaba solo.

Hice todo lo posible –y quizá hasta lo imposible- porque mis niños aprendieran razones y proporciones, pero era inútil. No hay nada más desagradable para un docente que explicar algo y que los alumnos lo tiren de loco; que lo dejen hablar y hablar hasta que se canse. Cuando al final se pregunta si se ha comprendido y uno escucha una respuesta afirmativa, pero falsa, el suicidio es lo único que queda.

Cuando me sucedió esto decidí proceder con calma. No iba a suicidarme, al menos no por ahora. A pesar de que me sentí sumamente frustrado (porque me consideraba un excelente profesor), estaba dispuesto a buscar respuestas a lo sucedido en aquella clase de matemáticas. Había ingredientes que no habían logrado mezclarse adecuadamente como en otras ocasiones. De hecho creo que el problema ya había aparecido en momentos anteriores pero ahora se manifestaban con mayor intensidad.

Comencé por la revisión del plan. Todo estaba en orden; la perfección de las estrategias y las acciones planteadas en él, parecían no ser el problema....

1 comentario:

miguel dijo...

Espero que te hayas reestablecido de tu última molestia que te hizo acostar en un quirófano. Sé que saliste bien de la operación y espero que tu vida sea lo más parecido al pasado en cuanto a salud me refiero. Las molestias tarde que temprano aparecen pasando los años, te lo digo por experiencia. Vale.