12 enero 2011

Pedagogía y docencia

Miguel Ramírez Carbajal

Otoño de 2010

La labor docente siempre necesita una llave para ejercerse, generalmente se realiza con palabras. Los institutores tales han sido capaces de enseñar a otros a hablar bien. Gracias a esta labor nos hemos enseñado a transformarnos en los únicos seres con aspiraciones divinas. Creamos nuestras ideas y fantasías, trenzamos esperanzas, aprendemos a nombrar y a crear nuestro propio mundo interior, utilizando las palabras y los símbolos.

A lo largo de la historia, la humanidad ha producido políticos de gran clase y el punto de partida es la palabra. Porque para convencer (la clave es), hay que saber hablar y hablar bien. En algún momento de su vida los grandes oradores pasaron por la guía de un institutor para que se les enseñara –formal o informalmente- a argumentar y a convencer. La palabra también persuade. Por eso cuando hay hechos que ocurren en la realidad es posible que no veamos peligros ni advertimos los efectos multiplicadores que tendrán éstos, pero con ayuda de la sola palabra se puede lograr concienciar lo que ocurre.

El institutor capaz comprende que la palabra no sólo es un medio para difundir información. Las palabras tienen esencia de la que se ocupa la pedagogía, esa pedagogía que puede enseñar la construcción del discurso, su arte. Entonces si hablamos de arte, estamos hablando –siguiendo a Erich Fromm-, de teoría y práctica, combinación necesaria para el entendimiento abstracto del simbolismo y de las palabras signo. Eso significa ver la esencia y aquello que es inteligible.

Si esto como ideal de un institutor se logra, estamos llevándolo -a la manera de Bercovich[1] en aquella descripción del maestro griego-, a entregarse al amor, la belleza, el saber y la verdad.

A mi parecer ello encierra algunos problemas. Uno, sería cuando la educación es para unos cuantos. Si es exclusiva corre el riesgo de una formación selectiva produciendo sociedades fragmentadas, desiguales, porque la labor del institutor capaz será el elemento potenciador del dominio de unos sobre otros; otro, visto desde mis patologías, podría producir una compulsión social traducida en enfrentamientos violentos, cuya aspiración sería transformar la sociedad desde sus estructuras, refiriéndome a una sociedad como la mexicana llena de agravios, ofensas, egoísmos, desigualdades, pobreza, corrupción, impunidad, en fin, atomizada... También, claro, en otro tipo de sociedad, el institutor, en su afán educativo más noble, puede inducir a una sociedad de la Pedagogía moral (a la usanza de Bercovich). Porque cuando una sociedad actúa con moral, está actuando con verdad, porque sabe. Y saber generalizadamente no tiene otro resultado que, cuando se actúa con verdad, se actúa sin atropellos, con respeto y con certeza, por tanto, estamos ante el fenómeno de la justicia social.

Si una sociedad pedagógicamente justa se desarrolla, no habrá lugar a decir que el heterosexual es el sujeto “normal” y el homosexual el sujeto “anormal”, como ocurre con la persona de Sandoval Iñiguez (Cardenal de Guadalajara)[2] o el gobernador de Jalisco, discriminando a los homosexuales como “fuera de la normalidad” diciendo que “los matrimonios entre parejas del mismo sexo le dan asquillo”[3]. ¡Dios! Eso resulta anticristiano para el primer personaje y excluyente de gobernados en el caso del segundo.

La búsqueda por la pedagogía moral para mí, es una búsqueda por la razón. Para eso inventamos la lengua. Ella nos troqueló para diferenciarnos de las demás especies. Los seres vivos tienen lenguajes para comunicarse. Sólo que los seres humanos hemos añadido formas más arregladas para la sensorialidad de la comunicación.

Cuando se fueron inventando las palabras que sucedieron a las onomatopeyas, en ese momento nacimos también como humanos y le agregamos la razón.

Lo primero fue el sonido, el elemento sensorial. Mayor capacidad expresiva frente a los otros. Luego admitimos el concepto mediante el razonamiento que nos llevó a evolucionar. Ahora queremos seguir evolucionando pero no a la tutela del discurso mentiroso. Para eso necesitamos a la pedagogía que dirija con ayuda del institutor. Nuestra primitiva humanidad fue cobrando consciencia para inventar la lengua a través de la palabra como sistema humano de la comunicación. A través de la palabra fuimos desarrollando la inteligencia previsora, sagaz, atenta, vigilante, como categoría mental, nutriéndose de la experiencia.

Ahí se fueron formando nuestros pedagogos y nuestros institutores fundiendo entre la comunidad la elevación de un ser distinto a la sociedad animalesca, la sabiduría y el conocimiento. En esa acción que se ejerce de una generación adulta a la generación joven (véase Emile Durkheim, Las reglas del método sociológico), se puede apreciar cómo los maestros empiezan a liberar a los niños por medio del conocimiento, le dan un giro de los límites impuestos por el círculo familiar y social. Ahí los referentes juegan un papel determinante en el saber donde enseñantes y enseñados se cruzan en un lugar que se llama escuela. La escuela es donde se nos enseña que no basta con nacer humanos sino que hay que llegar a serlo. Como canta Fernando Savater “Hay que nacer para humano, pero sólo llegamos plenamente a serlo cuando los demás nos contagian su humanidad a propósito… y con nuestra complicidad”[4].

Cuando llegamos a instituir la educación como una forma de socialización, supusimos que enseñar es enseñar al que no sabe. Y ¿quién enseña? Fundamentalmente el institutor en la institución, fuera de ella la educación se da de manera informal y puede ser el adulto –aunque no rigurosamente-. Cuando la universalidad campea en una sociedad, los institutores son en sí los agentes de unión entre los mundos del barrio, el campo, los pueblos, las rancherías, las ciudades, los ricos, los pobres y otras clases sociales. De lo contrario, se educaría para mantener las diferencias de los humanos. Pero la misión ideal de los institutores es distribuir el conocimiento, entre niños pobres y ricos, es ir en serio sobre la ignorancia.

Sin embargo, existen diversas circunstancias que impiden la distribución del conocimiento que genere un efecto regulatorio de la sociedad que aspira a una cultura civilizatoria. Si se atienden temas como el salario de los profesores, la banalización del sistema, falta del reconocimiento al mérito, la promoción a base de resultados, organización y buenos proyectos pedagógicos, al margen de la frivolidad gubernamental, se facilita una sincronía de la deontología de los profesionales de la transmisión del conocimiento.

Pero volvamos a la palabra en la idea de ver la responsabilidad académica de los institutores. Cuando inventamos la lengua como mecanismo de comunicación humana, ¿estábamos realmente preparados para para una empresa de tal envergadura?

Con la onomatopeya el ser humano comienza a comunicarse y a crecer, pero se necesita afinar la capacidad expresiva. Si por ejemplo, el llover significaba un sonido que se expresaba mediante un sonido, ahora, se necesita identificar su intensidad; llueve como llovizna, llueve fuerte, es un huracán que produce truenos estrepitosos, o de plano es un diluvio. A todas estas expresiones le tenemos que agregar la gramática[5] para encontrar el segundo nivel de la lengua que es el símbolo. De la finalidad sonora de las onomatopeyas pasamos a gramaticalización y las matizamos. Las palabras las convertimos en sustantivos, en verbos, adjetivos o adverbios y así sucesivamente. Entonces los sonidos fueron capaces de parir infinidad de palabras nuevas en cada lengua (por eso hay palabras muy parecidas de un idioma a otro, será porque se desprenden de un sonido muy parecido). Con el simbolismo las palabras quieren decir algo, por ejemplo, cuando sube la temperatura decimos que tenemos calor, y cuando desciende la temperatura decimos que tiritamos por el efecto que el frío nos produce.

De ahí pasamos a otro nivel de palabras, cuando no tienen referente, cuando son palabras de significación abstracta, por ejemplo: Libertad, amar, crecer, pensar; y que de ellas se derivan sustantivos como; liberación, amor, crecimiento, pensamiento, en fin. Y en este nivel de palabras van apareciendo nuevas que se incorporan en la medida del avance científico por decir. Televisión, computador, ipod, hibrido, y más, porque no nacieron de una sonoridad natural.

Es evidente que estas palabras signo se van aprendiendo desde el seno de la familia aunque sean apropiadas de manera “ligera”. Pero es el institutor el encargado de lograr la mejor abstracción de las palabras signo. En la familia el sujeto aprende las habilidades primarias, las aptitudes fundamentales; cómo hablar, lavarse los dientes, vestirse, compartir la comida, diferenciar “lo bueno y lo malo”, en fin, las primeras formas de socialización, esas actividades necesarias que nos permiten sobrevivir de manera tersa. Después viene la “otra socialización”; la escuela, una manera de pulir mejores individuos. En el pulimiento escolar interviene de manera institucional el maestro. Ese institutor que guarda consigo una gran responsabilidad a pesar de sus fantasías, porque lejos de ser un agente de transmisión de conocimientos se convierte en un personaje que puede transmitir amor. El amor a sí mismo, y si se quiere así mismo, seguramente habrá amor hacia los demás. Amarte primero para amar a tu prójimo de acuerdo con la Ley mosaica del cristiano.

Es aquí que las palabras inician la subordinación a los actos si se actúa con verdad. Lo que digo es congruente con lo que pienso y hago. No se necesita desplegar tanta palabra porque mis actos hablarán por mí. Así el hombre domina su destino de justicia. No llegaremos al utilitarismo simple de decir que lo bueno será lo que nos produce placer y lo malo lo que nos produce dolor.

Pero hoy el institutor –implícito el pedagogo- no está logrando convertir a los jóvenes a las reglas del pensamiento si hablan y piensan en una lengua aproximativa. Indigentemente utilizamos las palabras como expresión de una descomposición cerebral. Entonces tendemos a mentir, a partir de la fragilidad desarmada del sujeto que tiene como herramienta el mínimo saber. Un saber obtenido no de la capacidad de un institutor sino de la banalidad de las imágenes televisivas. Nos demos cuenta o no, ese problema lo padece la sociedad, asistimos a una agonía anunciada de las palabras, a la crisis de la pedagogía y del oficio más bello del mundo: el ser institutor.

Hoy nos complacemos de una realidad artificiosa, delirante. No es difícil creer la mentira. La televisión repite y repite pero no demuestra nada, porque no es necesario. El consumo está garantizado siempre que no nos encontremos a nosotros mismos, somos incapaces del encuentro, pero sí encontramos el delirio propio. La lucha entre la escuela y la televisión está siendo aventajada por ésta última. Asistimos a la cancelación de la creatividad, de la imaginación, de crear a través de la acción. Nos hacen pensar que estamos participando, cuando en realidad, la televisión “teletonera” sí actúa, va a la acción, y el público a dos nalgas sentado se la pasa aumentando tejido adiposo.

El institutor no está sirviendo ya para advertir de tales peligros, más bien, está acompañando esos peligros. En cambio, los beneficiarios de esta situación, sí actúan, transforman “su mundo”, enriqueciéndolo con nuevos contenidos inversamente proporcionales a los intereses de los más. Los más hemos ido cerrando nuestros sentidos sin darnos cuenta, están anestesiados, les falta uso. Sólo reacciona la individualidad, el egoísmo, reaccionamos mecánicamente a lo que se nos condiciona (ordena). Nuestro pensamiento va por una vía y nuestro sentir por otro.

Cuando nuestros sentidos permanecen cerrados, estamos quedando en la minoría de edad. Con un niño no se puede dialogar porque no ha alcanzado el grado de madurez que lo pueda permitir. El niño lo podemos considerar amoral, porque no tiene valores superiores, su experiencia no se lo permite. Naturalmente ello tiene una cura: el tiempo. Cuando crece el sujeto, con ayuda de las bondades de la sociedad desarrolla sus sentidos. ¿Entonces? Parece patología social que se cancele el uso de los sentidos. “Toda nuestra cultura está basada en el deseo de comprar, en la idea de un intercambio mutuamente favorable. La felicidad del hombre moderno consiste en la excitación de contemplar las vidrieras de los negocios, y en comprar todo lo que pueda ya sea al contado o a plazos.”[6] La sexualidad se vende y se publicita hasta el límite de la pornografía y “…todo el mundo se halla de acuerdo sobre el sentido de lo sexual asimilándolo a lo indecente…”[7]. Al publicitarse hasta el hartazgo, el sexo se ha comercializado y ha llegado hasta la práctica escolar. Al grado que se juega con los bajos instintos de sexo y agresión. Vivimos en una Cultura de elementos mercantilizados. Se crea una conciencia feliz, falsa pero efectiva a la hora de negar el cambio.

Dice Susana Bercovich que la televisión ha generado el deseo de saber por el sexo. Hoy la televisión lo enseña a los niños antes de haber tenido una experiencia escolar, ella liquida esta curiosidad por saber del sexo, y agregaría, a pesar del círculo familiar.

Así como se degrada la apreciación por el sexo y el consumo y se tripula el pensamiento, se degrada el divorcio de la relación entre la sociedad y el Estado. La sociedad no construyó un Estado sectario, excluyente, creó un Estado para desarrollarla (veáse Isaías, pasaje bíblico), mediante el ejercicio delegado del poder, sin que se perdiera la idea de la sede del poder. Ahora el ejercicio del poder es una correa de transmisión de la desigualdad, la pobreza y la exclusión y los creadores de ese aparato de poder hoy le temen, cuando debiera ser al revés. Es justamente cuando se fetichiza el poder. Eso se llama corrupción.

El ejercicio del poder se cree que es la sede del poder, cuando el poder se debilita. Pero, ¿cómo se logra debilitar a la sede del poder? Este nuevo milenio nos ha demostrado el grado de influencia, de tripulación de las mentes, de ese mecanismo de dominio poderosísimo al que llamamos televisión (dicho sea de paso, es palabra signo) que potencia el debilitamiento del poder y el avance de la corrupción, del fetichismo del poder y el ensanchamiento de los poderes de facto. Frente a una sociedad debilitada el poder no delegado se sobrepone al poder delegado mediante mecanismos instituidos y constituidos. La televisión es uno de ellos y de los más importantes, se asemeja a los personajes de la obra mítica “…Platón nos dice que Aquiles es un hombre de verdades, Ulises, en cambio, es un mentiroso, pero aparece superior a Aquiles, justamente porque domina lo falso. En Ulises, el mismo hombre es a la vez falso y verdadero; sabe lo que dice, sabe no decir lo que es, puede decir tanto lo falso como lo verdadero.”[8]

Estamos frente a un Ulises gigantesco que se sabe tolerado por la debilidad de la sede del poder. El institutor pudiera detener este peligro, sin embargo acompaña a este peligro grotesco. Primero, la sede del poder no sabe que lo es. Segundo, el poder delegado cree que en él reside el poder, desde su voluntad impone, ilegítimamente, sus condiciones. Tercero, al no saber qué es la sede del poder, la comunidad permanece controlada y no quiere ser Aquiles, delega en Ulises. Cuarto, Ulises transmite felicidad sabiendo que no es verdaderamente la felicidad. Ulises echa andar la metis[9] en que desarrolla todo tipo de trampas, construye redes para su malicia. Su astucia es eficiente, tiene efectos multiplicadores ante una sociedad egoísta, individualista, sin raíz, que repite y se comporta como dice Ulises. Está entretenida con el fut bol, con la telenovela, espera con ansia enterarse de la nota roja a través del noticiero, o quiere que la pantalla le despierte efímeramente su lujuria. La metis de Ulises es hábil, se alimenta de la experiencia, le apuesta a la desmemoria, es atenta, vigila y controla. Utiliza las palabras empobrecidas a su favor, burla a los institutores porque transmite y penetra con más imágenes de significados simplones y forma a sus víctimas mediante mentiras “legales” y mediáticas, al grado que el sujeto no sepa distinguir entre realidad y ficción, entre verdadero y falso.

Ulises percude la palabra, la ensucia, la convierte de mentira en verdad. Dice que es: “Para vivir mejor”, en la felicidad. Pero Ulises establece una disyunción entre el saber y el creer. Él sabe que no es para vivir mejor, eso hace creer, pero lo transmite como si lo fuera, y la palabra percudida se traslada, a pesar de Aquiles, a los millones de aturdidos que no pueden lavarla. Necesitamos institutores que nos enseñen a desnudar la palabra mentirosa, que la democracia dé cuenta de los peligros de la democracia. Si los institutores no cuidamos el lenguaje denotativo[10] estaremos entregando derrotada a la sociedad frente a la humillación, la opresión y el dominio oligarca.

Cuando la mentira está detrás de la palabra sine qua non se rompe todo derecho, oscurece la pedagogía moral, atropella la legalidad y se recurre ineluctablemente a la fuerza. Saca de sus cuarteles al ejército, militariza absurdamente una Nación y se convierte un territorio en un lugar minado para cualquiera de sus miembros. A través del lenguaje de la fuerza, Ulises pretende ser el amo. ¿Se pretende reproducir por la fuerza las relaciones de dominio? Si esa es la intención, sale sobrando la palabra y el derecho[11] como el modo de garantizar la paz y la seguridad individual, entonces, asistimos de vuelta al estado de naturaleza, sólo que ahora con armas modernas y aparatos ideológicos perfectamente diseñados para cretinizar un grupo conformado por millones de televidentes.


[1] Susana Bercovich, psicoanalista, en la conferencia “Psicoanálisis y Pedagogía” para la Universidad Pedagógica Nacional Unidad Ajusco en alguno de sus auditorios, el martes 28 de septiembre de 2010.

[2] Cuando la Corte de “Justicia” de México declaró constitucionales las uniones entre personas del mismo sexo, el Cardenal, en un acto mediático, sin ánimo cristiano declaró que el fallo de la Corte estaba viciado porque seguramente el gobierno de la Ciudad había “maiceado” a los Ministros de la Corte. Lejos de ser cierto o falso (interpretado el maiceo como un acto de corrupción), la esencia del hecho radica en que las declaraciones del Cardenal de Guadalajara se centran en que la Iglesia Católica no es lo mismo que la religión. Amarás a tu prójimo como a ti mismo fue una prédica de los profetas adoptada por Jesús el Cristo. No se distinguen las orientaciones sexuales, en un cuerpo yace un alma y el alma hay que santificarla y salvarla, en el cristianismo no hay exclusión de las almas, solo amor, ese amor que ya nada tiene que ver con la Iglesia Católica, más preocupada por mantener un estatus que por la salvación y la vida eterna.

[3] Cito de memoria, noticia radiofónica del 13 de octubre de 2010.

[4] Fernando Savater, El valor de educar, Ed. Ariel, España, 2008, p. 22.

[5] La gramática es el estudio de las reglas y principios que regulan el uso de las lenguas y la organización de las palabras dentro de una oración.

[6] Erich Fromm, El arte de amar, Ed. Paidós, México 1983. pp. 14-15

[7] Sigmund Freud, Introducción al psicoanálisis, Ed. Altaya, España, 1999, p. 317.

[8] Ikam Antaki, El manual del ciudadano contemporáneo, Ed. Ariel, México, 2001, p. 222.

[9] En la mitología griega, Metis (en griego antiguo Μτις Mêtis, literalmente ‘consejo’, ‘truco’) era la titánide que personificaba la prudencia o, en el mal sentido, la perfidia. Wikipedia, la encicolpedia libre http://es.wikipedia.org/wiki/Metis_(mitolog%C3%ADa), 15 de octubre de 2010.

[10] Significado de denotativo: significado literal, descripción. Significado connotativo: es el que tiene una carga emotiva u otro significado por asociación, comparación por miembros de una cultura en particular. http://anagloria.blogia.com/temas/significado-denotativo-significado-connotativo.php. encontrado el 16 de octubre de 2010.

[11] Quiero aclarar que el derecho aparece para sustituir la fuerza, pero éste no se sostiene si aplicarla, implica el uso de la fuerza legal con la condición sine cuan non, siempre que ésta sea legítima. Que goce de la aceptación social para garantizar la paz y la armonía del grupo.

No hay comentarios: